martes, 11 de marzo de 2014

11-M, PERIODISTAS Y MERCENARIOS

"La policía tiene claro que no ha sido ETA, pero no me dejan contarlo en antena". La confesión me la hacía un periodista especializado en tribunales durante la noche del 11 de marzo. Él trabajaba para una importante televisión privada de este país, cuya dirección de informativos, como tantas otras, se movía al ritmo perverso que le marcaban desde el Palacio de la Moncloa. Se trataba del mayor atentado de nuestra historia, se trataba de más de 190 vidas segadas por la barbarie terrorista, se trataba de centenares de heridos y de un país conmocionado ante una tragedia de proporciones desconocidas hasta ese momento. Era un acontecimiento de los que marca para siempre la personalidad de un país y de quienes lo habitan. Y así fue, esos días todos quedamos marcados para siempre.

Esos días la ciudadanía dio un ejemplo al volcarse en la solidaridad y el apoyo a las víctimas, en lugar de buscar venganza en las carnes del primer sospechoso que se cruzara por el camino. Esos días los servicios de emergencia, bomberos, policías, sanitarios y jueces estuvieron a la altura de aquel drama, dando lo mejor de sí mismos...

Pero en esos días hubo dos colectivos que pensaban en otras cosas que nada tenían que ver con los muertos y sí con sus propios intereses. Un grupo de políticos preparó una estrategia de engaño masivo sobre la autoría del atentado porque pensó que ése era el único camino para mantenerse en el poder. Y en ese repugnante recorrido le siguieron varios medios de comunicación, cuyos directivos buscaban la forma de mantener su estatus, sus privilegios y sus sueldos astronómicos. Lo más triste, para mí, no fue que esos mercenarios conocidos de la información superaran todas las barreras de la indignidad. Lo peor es que decenas... centenares de periodistas permanecieran callados, resignados a formar parte de una mentira fabricada con la sangre de 192 personas. "Tengo familia, tengo hijos, tengo una hipoteca que pagar..." fueron las excusas que algunos me dieron tras reconocer el papelón que habían jugado. Excusas baratas que, si sirvieran en este caso, también absolverían al juez que prevarica, al político que se corrompe, al narcotraficante que se enriquece, al empresario que explota, al proxeneta que esclaviza o al ciudadano de a pie que asesina a un semejante para robarle la cartera.

Sí, esos días de marzo de 2004, en mi modesta opinión, hubo centenares de periodistas que se comportaron como cómplices necesarios para que se pudiera cometer un enorme delito.

Afortunadamente hubo medios que no permitieron que se les amordazara. Hubo periodistas de a pie que se negaron a participar en el fraude. Estoy seguro de que, si no hubiera muerto en Haití cuatro días antes, uno de ellos habría sido Ricardo Ortega. Por eso en 2011, cuando me pidieron que escribiera algo sobre él para un libro que iba a publicar la Asociación de la Prensa de Madrid, imaginé lo que habría hecho Ricardo durante el 11-M. Lo reproduzco a continuación, como homenaje a uno de los mejores reporteros de la historia de este país, pero también a todos los periodistas honestos que no permitieron que les callaran aquellos fatídicos días.

NO ME CALLARÁN
¿una ficción sobre Ricardo?


El teléfono suena en la redacción. Manuel descuelga con gesto cansado. Al otro lado escucha una voz nerviosa que enseguida asocia con la pesada de María, la redactora que se encarga de la información de sucesos. “Algo gordo ha pasado en Atocha Manolo. Ha habido una explosión y parece que hay un montón de muertos”. Manuel se queda petrificado. Sus años de experiencia en diversos medios de comunicación le hacen ser cauto: “¿estás segura? A ver si va a ser como la última historia que me contaste de Vitoria. Casi hacemos el ridículo contando en un boletín especial que se había producido un atentado y resulta que se trataba de una explosión de butano”. En ese momento Manuel ve en el televisor, en el que siempre tiene sintonizado CNN+, un rótulo que le saca de la duda ”URGENTE, EXPLOTA UN TREN EN LA ESTACIÓN DE ATOCHA. SE DESCONOCE SI HAY VÍCTIMAS MORTALES”

 Es 5 de septiembre. Han pasado casi seis meses desde aquellos terribles sucesos. Pero Manuel no ha olvidado como empezó todo y, lo que más le duele, tampoco puede enterrar en su memoria los acontecimientos que se desencadenaron en la redacción a partir de la noche de esa mierda de 11 de marzo. 

La cadena de televisión en la que trabaja lleva más de doce horas emitiendo información en directo. Imágenes atroces de heridos, fallecidos, vagones desgarrados, dolor, conmoción… Está tan cansado que Manuel apenas escucha el ‘With or without you” de U2 que tiene como sintonía de su móvil personal. Son cerca de las 23 horas y no entiende por qué le llama por esa línea privada su corresponsal en Nueva York. Es, sin duda, el mejor periodista de todos los que componen su redacción. “Hola Ricardo, estupendo el directo del informativo. Cuento contigo para entrar en la ronda de corresponsales que iniciaremos poco después de medianoche, pero permanece atento porque si nos hace falta rellenar igual te pinchamos antes”. “No te llamo por eso Manolo” dice con voz nerviosa Ricardo, “aquí los medios norteamericanos están dando por hecho que el atentado puede haber sido cometido por terroristas islámicos. Lo dicen todos, la ABC, la CNN, la Fox…, todos citan fuentes del servicio de inteligencia norteamericano. Mencionan también la opción de ETA, pero dan más credibilidad a la opción de Al Qaeda o algún otro grupo radical islámico”. Manuel no se dio cuenta de que se le caía el cigarro que llevaba perennemente pegado al labio hasta que la ceniza comenzó a quemarle la mano. “No me jodas Ricardo. ¿Qué coño dices? Si aquí sólo hay una versión, y es la que todos dan por buena. Todos, todos. Policía, Gobierno, Oposición… ¿pero de dónde se han sacado esa historia?”. 

Manuel recordaba todas y cada una de las explicaciones que le dio Ricardo. Como siempre, el veterano corresponsal se había armado de argumentos antes de llamarle para, nada menos, que dibujarle un nuevo escenario del mayor atentado de la historia de España. Mientras apuraba una cerveza en la barra del ‘Vicente’, se amargaba recordando el papel que le tocó jugar y que quiso jugar en aquellas horas críticas.

“Ricardo, déjame que hable con los de arriba y que llamemos a nuestras fuentes en el Gobierno y la policía. Es muy fuerte para dar la información sin más”. Ricardo asintió al otro lado del teléfono y comentó lacónicamente: “dime algo rápido porque creo que esa debería ser la línea central de mi intervención en la ronda de corresponsales. Eso, siempre y cuando no decidas darme paso ahora para contarlo como última hora”. Ricardo no obtuvo respuesta. Manuel ya estaba dirigiéndose al despacho de ‘los de arriba’.

Lo que más le dolía era saber que él estaba ahora ahí, en ese bar de siempre, al lado de la tele. Él se tomaba la décima cerveza mientras que a Ricardo le cubrían dos palmos de tierra. ¡Manda huevos! Y es que, pese a sus encontronazos y al traumático final de su amistad, Manuel siempre había admirado a Ricardo. Era diez años mayor que él pero envidiaba su facilidad para trasmitir no sólo la información, sino una profunda carga emocional a través de la cámara. Y, sobre todo, admiraba su coraje, su valentía para defender su visión de la noticia por encima de todo y de todos. Lo hizo en muchos lugares del planeta pero Manuel siempre rememoraba con especial placer su trabajo en Chechenia y en Estados Unidos durante la guerra de Irak. Ricardo fue siempre una mosca cojonera. Sus compañeros se subían con facilidad a la versión oficial de los hechos mientras él buscaba las puertas de atrás que casi siempre le conducían a la verdad. Una verdad incómoda que le creaba enemigos y que siempre complicaba la vida de sus jefes. Aún recordaba Manuel con cierta satisfacción las innumerables llamadas del embajador ruso quejándose por el contenido y el tono ácido e incisivo de las crónicas que enviaba desde Grozni. “Es un hijo de puta” llegó a decirle un día el embajador, “está hablando de los terroristas chechenos como si fueran unos santos y unas víctimas. Está insultando al pueblo ruso y no lo vamos a tolerar”. Manuel comentó muchas veces con Ricardo estas conversaciones subidas de tono con el ‘tovarich’ embajador, apodo que le había puesto Ricardo: “Ten cuidado Richi que estos no se andan con tonterías”. Ricardo sabía bien lo que se jugaba. Era amigo de periodistas rusos que habían sido amenazados, agredidos e incluso asesinados por ser “enemigos del pueblo ruso”, es decir, por contar la verdad que el Gobierno de Putin quería ocultar a toda costa. Ricardo fue uno de los pocos periodistas internacionales que dudó de cada  versión oficial que facilitaba el Kremlin. Aunque ninguna ‘paja mental’ de Ricardo sorprendió tanto a Manuel como el día en que dudó, en una de sus crónicas, de la autoría de los atentados cometidos en Moscú por supuestos terroristas chechenos: “Manolo, esto tiene pinta de que es un trabajo de los servicios secretos. Buscan una excusa para seguir demoliendo Chechenia. Lo han hecho ellos”. Manuel atribuía osadías como esa al eterno y exacerbado espíritu crítico de Ricardo. Un espíritu tan crítico que, a veces, rozaba una aparente paranoia. Sin embargo Manuel siempre se encontraba al final con una Ana Politoskaya que se encargaba de hacerle ver que la paranoia de Richi era real y que los estúpidos eran los que, como él, se tragaban sin más la cómoda y cabal ‘versión oficial’.

“Ricardo, el Gobierno y los investigadores coinciden en que no hay ni un solo indicio que apunte a que el atentado ha sido obra de los islamistas. En la rueda de corresponsales comenta lo que dicen los medios de allí pero hazlo de pasada y sin otorgarle credibilidad. Insiste en el rollo de la resolución de condena de la ONU para ratificar que allí también se apuesta por la versión oficial”. El silencio que Manuel escuchó al otro lado del auricular se le clavó en el tímpano como un alfiler. Estaba profundamente jodido por la presión que le metían los de arriba para que controlara la lengua de Ricardo: “que no se le ocurra dar crédito a esa patraña”, “que defienda la versión oficial porque estamos hablando de un tema de Estado”, “que no se vuelva a pasar porque esta vez no se va a ir de rositas como la otra vez”.

La otra vez fue, efectivamente, la guerra de Irak. La mosca cojonera volvió a la carga cuando la realidad se empeñó en no ser cómoda. El rechazo popular a la intervención militar crecía día a día. Manuel no podía olvidar la forma en que degeneró su relación con Ricardo durante aquellos días. “Manolo, los inspectores de armamento dicen en privado que no hay ni una sola prueba de que Sadam tiene armas de destrucción masiva. Esto es un paripé para dar algo de legitimidad a la invasión”. Esa fue la primera vez que Ricardo se puso en el punto de mira de “los de arriba”. Habían tolerado sus ácidas críticas al gobierno ruso liderado primero por Boris Yeltsin y después por Vladimir Putin. Peor sentaba su fina ironía con la que ponía en evidencia la mediocridad, intolerancia y prepotencia que marcaba el mandato del presidente Bush. Sin embargo también se las acababan permitiendo porque, al fin y al cabo, el tema no afecta directamente a la política nacional. Pero Irak era otra cosa. El gobierno español estaba implicado hasta las trancas y esta televisión tenía que contribuir a neutralizar el rechazo a la intervención militar. “Ricardo ten cuidado que este es un tema muy sensible”. “No me jodas Manolo, estoy hasta las pelotas de los temas sensibles. Si quieren empezar una guerra que lo hagan, pero que no nos utilicen a nosotros para justificarla”. Manuel dio un paso hacia ese lugar que siempre llamó el lado oscuro: “Te recuerdo que nuestra línea editorial defiende esta guerra así que no te salgas del guión. Sabes que te aprecio pero esta vez te hablo muy en serio”. Manuel presentía lo que iba a pasar a continuación y no se equivocó. Ricardo siguió buscando la puerta de atrás y volvió a encontrar la verdad: “Colin Powell ha presentado una serie de fotografías borrosas de lo que dice que son laboratorios en los que Sadam fabrica sus armas químicas”. “Los inspectores de armamento piden que no se produzca la intervención militar porque no han encontrado nada que confirme la existencia de armas de destrucción masiva en Irak”. Esa vez “los de arriba” se cabrearon de verdad. Ricardo fue invitado a tomarse unas vacaciones mientras la cadena enviaba un enviado especial a Washington que no se complicara tanto la vida.

“Manolo, te advierto que esta vez no voy a irme de vacaciones. Hay doscientos muertos encima de la mesa y no me vais a callar. Si los periodistas no hacemos algo en una situación como esta ¿cuándo lo vamos a hacer? ¿Qué coño queda de nuestra profesión? ¿En qué te has convertido tío, en un puto portavoz?”. Manuel sujetaba el auricular del teléfono con tanta fuerza que el plástico llegaba a crujir de cuando en cuando. Le brillaban los ojos y tenía la garganta seca. En 25 años de profesión nunca le había ocurrido algo así. Siempre se había tragado sapos porque desde arriba le invitaban a ocultar un determinado tema o a reescribir ligeramente la realidad. Pero esta vez sabía que Ricardo tenía razón, como casi siempre. Sólo que esta vez su legitimidad era mayor que nunca. Habían pasado más de 48 horas desde los atentados. Ricardo había capeado este tiempo mordiéndose la lengua pero colando mensajes que indignaban a los de siempre. Ahora ya no es posible tragar más. Los medios de comunicación españoles habían ido variando su narración de los hechos y ya sólo los sicarios eran capaces de seguir intentando cuestionar la autoría islamista.“Ricardo yo también estoy jodido. Tienes razón. Esto es una mierda pero qué quieres que hagamos. Que nos suicidemos. Que dimitamos. Qué cojones quieres Ricardo”. 

Manuel estuvo a punto de vomitar el último trago de cerveza. Le costaba respirar. Tocaba acordarse de ese momento del que se sigue avergonzando pero que le había permitido conservar su trabajo. ¿Mereció la pena? Se lo sigue preguntando mientras se volvía a ver diciéndoles a “los de arriba” que Ricardo era incontrolable y que había decidido no permitirle volver a salir en antena hasta que pasara toda esta mierda. “Ni ahora, ni después, no volverá a salir en antena” dijeron ellos. La orden no pudo cumplirse, mientras Manuel estaba vendiendo otra vez su alma, Ricardo enviaba un comunicado de prensa  a todos los medios anunciando su dimisión y explicando los motivos de la misma. No se dejó ni un solo detalle. Durante aquellas horas, otros periodistas, pocos, plantaron cara a los comisarios políticos que controlaban sus medios. Sólo Ricardo dio un paso más. Hizo lo que había hecho siempre. Manuel lleva siempre en su bolsillo esa nota que arrancaba con un elocuente “No me callarán”.

Ricardo Ortega murió en Haití el 7 de marzo de 2004, 4 días antes de los atentados de Madrid



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